Voy a contarles, en concisas palabras, la insólita historia de cómo un modesto escritor, colega mío, pereció bajo el peso de su propia maldición.
No puedo comprenderla, pero es una temida verdad –más conocida en mi generación– que aquellos que juran están subordinados a sus juramentos. Mucho cuidado he tenido siempre, y me jacto de tenerlo ahora, mientras redacto estas líneas, para no correr la misma suerte que nuestro desdichado protagonista.
Era una mañana húmeda cuando sus familiares forzaron el umbral de su casa, tras numerosos intentos de dar con él. Dos semanas atrás, nadie hubiera sospechado la trágica noticia de su desaparición. Pero hubo un factor sobrenatural, al parecer subestimado.
Los datos que he podido recabar son:
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Que durante las últimas interacciones de sus amigos con él, aquellos lo observaron trabajando en un proyecto de relato, que luego de haber leído no estoy seguro de clasificar como un cuento largo o una novela corta.
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Que la historia trataba de un rey, tal y como en el no tan desacertado imaginario lo podríamos enmarcar. (De cierta edad, investido de rojo terciopelo, y circundado de pompas y finas maneras y románticos detalles. Absolutista, por supuesto, convencido de gobernar por derecho divino.) Éste, hastiado del ocio palaciego y aburrido de los asuntos políticos, encomendó a un sacerdote buscar entre lo agreste elementos que, como él, fueran de origen divino y rectores del bosque o la montaña o el río. Volvió el prelado con un ramillete de jazmín recostado sobre un ornamentado cojín y explicó que si hubiere alguna creatura capaz de atraer la atención y que fuera superior en beldad, esa cosa era el jazmín. Tomó la palabra el rey y dijo: «Juro en el nombre de Dios que el origen de esta flor es divino, y a partir de ahora la emparentarán con mi casa y escudo, y yo mismo seré uno con su belleza y ella será una con mi corazón».
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Por unos bocetos que encontré entre sus ensayos, que aquel rey no se parecía, ¡era su propio autor! Muchos de nosotros –no he de avergonzarme de confesarlo– utilizamos la ficción para embellecer realidades que, de por sí solas, no nos dan tanto calor. Además, a pesar de lo que se cree, difícilmente pueda alguien esbozar una historia absolutamente desprovista de todos los factores que nutren la vida personal. Siempre estamos de algún modo presentes en nuestra creación.
Pero a nuestro escritor se le fue la mano. Estoy seguro, aunque no deje de ser una hipótesis mía, que construyó su escrito en función a él. Y en la ficción juró, pero ¿qué le importa a la justicia divina si era ficción? Ustedes dirán que entonces la justicia divina es más ciega que justa, pero insisto: Quien escribe ficción, con frecuencia no puede precisar en qué mundo está. Así que las palabras salidas de su boca como rey, se hicieron hechos palpables.
Cuando los preocupados familiares entraron en la habitación del desaparecido –que sería llamado así a raíz de lo que justo estuviera por suceder– encontraron la cama tendida pero con arrugas como de quien se ha acostado sobre ella, y en el centro, en medio de las almohadas, un ramillete impoluto de jazmín.
Ahora, yo he tenido ocasión de hablar con la madre de este hombre, y ella comprendió en mi mirada que yo poseía conocimiento de cosas que quizá ella sabía o intuía. Me apartó y enseñó un jarrón lleno con agua que contenía el ramo de jazmín. Me pidió que acerque mi oído a la flor. Y yo oí, porque lo oí: «Pum, pum; pum, pum; pum, pum».