Francamente, su boca olía a vergüenza. Novicio de la noche, aprendiz de fulana, empañó la ventanilla con su aliento. Su mano empapaba de sudor el rollito generoso con que su amante lo había subido al taxi, desde su bolsillo de jean económico que no lo parecía. Si el dinero se perdía por el filo del asiento, el conductor se pondría furioso e iniciaría una secuencia cuyo final –especulaba– lo tendería a él sobre un charco de sangre.
Desplazarse bajo los destellos sepia de la calle, mientras sus compañeros hacían la tarea en sus hogares, era el manjar que él comía en silencio. Bajó el vidrio, se dejó mecer el cabello, entrecerró los ojos.
El coche dobló. Cuando terminaba la curva, comenzaba un puente que cruzaba el río, y ante él desfiló en cámara lenta el viejo faro «El Príncipe». Así también solían llamarlo a él, y en su mochila siempre llevaba una copia de la obra maestra de Antoine de Saint-Exupéri, como jactándose de ello.
Tomó la palabra sin despegar los ojos del desabrigado edificio.
– Discúlpeme. ¿No sabe de casualidad qué tan viejo es este faro?
El taxista ejectó un sonido difuso y vago que alarmó al adolescente. Luego hubo silencio y quietud, bajo la luz carmesí del semáforo. Antes que cambiara, los verbos aparecieron.
– Calculá... que debe ser de la época de Colón.
El joven quedó pasmado. Miró hacia un costado como para organizar sus ideas. No podía pasar la respuesta ni con lubricante. Así que hizo lo normal: abrir un expediente, al que rotuló «Revisar» y colocó en su archivero mental.
– ¿Tenés plata para pagarme?
– ¡Tengo!
FIN.
#4

No me perdonan lo que ellos no supieron.
Julio Cortázar