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Desde el interior del local comercial hacia afuera podía verse dos siluetas menudas desplazándose en la penumbra, dos mosquitos atraídos por la lámpara del [bajo] consumo. Bien dispuesto y relajado, el empleado se reincorporó para recibirlos.

 

Al punto, ante la extrañeza que suscitaba la imagen, torció su perfil a la manera de los cachorros cuando se saturan de información. La mujer no reveló la mirada tras sus ojos fuertemente rasgados, porque se concentraba en traducir la voz china de su cerebro en el escueto pedido que articulaba. La otra persona era un varón un tanto mayor; se limitaba a medio sonreír y asentir con la cabeza. En cuanto al empleado: aunque no la miraba directamente, su atención se desviaba a la flor fucsia prendida del sombrero cloché que ella enarbolaba segura de haber acertado.

 

Cuando hubo concretado el negocio, ni bien él se movió, sintió el sablazo de la mirada estudiosa de su clienta. Tomó el cúter y la cinta métrica, salió a la explanada del local y sostuvo la puerta de vidrio con un brazo en alto, invitando con una sonrisa forzada a que sus dos orientales compradores pasen por debajo. Ellos aprobaron el gesto. Él comenzó a medir la tela, y chocó con su codo la cintura de uno de los dos; tal era la proximidad inquisidora. Emitían sonidos de asombro por cada metro que tiraba del rollo de friselina, y la mujer repiqueteaba con el dedo índice en su mentón, separando sus párpados y frunciendo su exigua boca; si esto último hubiese sido visible para el vendedor, él habría caducado en paciencia. No lo juzguen. No le pagaban bien y eso era lo único que no podía cambiar.

 

«Al fin tengo la oportunidad de demostrar a un asiático que puedo ser tan eficaz como uno de ellos», pensó, y se reservó el último placer para el doblado de la tela. Se irguió y comenzó a danzar con los metros que había cortado; sus dedos eran palomas, eran fuegos de artificio. El oriental dio unos vigorosos aplausos y dejó sus manos juntas, movido por la fascinación; yo, que soy el omnisciente narrador de esta historia, sé con exactitud que por un instante tuvo que contener su deseo de sacar la cámara y tomar una foto. La mujer alabó con un alarido la perfección del doblado. Él, orgulloso.

 

Tlanquilamente podías tlabajá en una… ¿cómo se chama? Donde tlabaja tela. Tela, tela...

– En una lavandería –dijo alimentando su ego, pero mientras gesticulaba se dio cuenta que no era una respuesta precisa.

– ¡No!, –la oriental depositó la «n» de «no» en la «r» de «lavandería»; así de atenta estaba– en una… una… ¡tapicelía!

 

Prorrumpió en risas. Sacó de su cartera un abanico rojo, y mientras se aireaba secó un esbozo de lágrima gozosa. Su boca ya no parecía tan pequeña, habiendo celebrado la victoria de aquella batalla implícita de superioridades.

 

«China del orto», murmuró aquél. Entró, dejando a los otros dos fuera, metió toscamente la mercadería en una bolsa, y con la cara torcida salió para entregarla. La mujer contrajo algo de seriedad y buscó su pequeño monedero.

 

– Llévesela sin pagarme, señora. Cómprese un arroz.

 

La mirada chispeante, la sonrisa triunfal, y ella… ella un guerrero de terracota.

 

– No se pleocupe, pol favol, sería una plástima –ella hablaba muy mal– que se quede sin empleo y tenga que «l» –...– «r...», «rr...» ebus...cálselas con lo que encuentle en la calle.

– Puede ser. Bueno, ya que la tengo a usted: Revise en su memoria, enséñeme, ¿de qué modo es más conveniente cocinar la rata?

 

La china gritó algo en su idioma, cerrando sus puños y tensando sus piernas.

 

– ¡Mi país ya ela un sólido impelio al tiempo que ustedes recién aplendían a dominar el adobe!

– ¡Pero cállese, pies chiquitos! ¡Le voy a demostrar que me la banco! Puedo recrear su muralla china, más rápido que usted… –salvajemente, tiró del extremo de dos rollos de la económica tela que había ofrecido antes– con friselina!

 

La china gritó tan fuerte como estiró sus cabellos, lanzando así su pintoresco sombrero.

 

– ¡Voy a ver tu cara lota, estlellada por la derrota.

 

Poseída por la ira enfrentó con la mirada a su oponente y, vociferando un estrépito, se abalanzó sobre su tela rompiendo la barrera del sonido. Tomó envión ayudada del suelo, y se eyectó como proyectil por los aires, quedando la tela dispersa como un dragón bermejo. Ante esto, el vendedor se rasgó la camisa y casi transformándose en bestia, contrarrestando los alaridos de su rival, tomó su rollo e hizo como si él fuese un trompo y la friselina el piolín, envolviéndose en un sagaz movimiento centrífugo. De inmediato, comenzó a volar emanando una estela de colores, que provenía de su trasero, e iba desenredando la tela, desplegada como una serpiente ensortijada de profundo índigo.

El chino que había quedado solo no daba crédito de todo lo que veía, boquiabierto, e iba por la segunda decena de fotos. La china y el vendedor se mostraban los dientes y utilizaban la friselina para construir una estructura lo más semejante posible al conocido emblema de la dinastía Qin. Iban quedando asombrosas, cada una en su color, paralelas, flotando sobre la ciudad. Al poco rato desaparecieron en el horizonte entre feroces gritos, desafiándose, ganándose, subestimándose.

 

 

 

FIN.

 

 

 

 

 

 

 

 

#5

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