Nikolai Vasíliev enseñaba los dientes en un gesto irascible –su escasa cabellera contra el viento– sobre la moto de agua en la que escapaba. Habiendo despistado los proyectiles, no tenía más que acercarse a la costa turística de las Canarias y perderse entre el gentío.
Mientras tanto, tomó el mando con una mano, sin reducir la velocidad, y tanteó su cintura con la otra. Una bala había rozado su traje de neopreno; al volver su mano la encontró jaspeada de sangre, pero llevándola a segundo plano, enfocó la mirada en la punta de su vehículo náutico: Allí sobresalía algo que reconoció como un pequeño rastreador.
La Federación Rusa no dudó ni un pelín en facilitar sus Fuerzas Armadas a fuer de capturar al conspirador más deshonrroso al que se pudiera enfrentar.
Nikolai desaceleró, y por un instante la moto se propulsó sola, y la marea chocó contra ella. Cuando retomó la velocidad, el rastreador saltaba por el aire y él esbozaba una sonrisa jactanciosa.
Pero antes de sumergirse, el exiguo dispositivo que hubiese ayudado a dar con nuestro espía fue avistado por una gaviota. El ave se abalanzó sobre él, feliz de haber dado con su desayuno. Se disparó como flecha, se sumergió unos centímetros y tomó altura nuevamente, blandiendo su manjar entre el pico. Y voló determinado.
En el submarino nuclear la tripulación estaba agotada. La habitación de indagaciones tenía el hedor de cuerpos no higienizados en varios días. Los oficiales de la flota marítima rusa habían desprendido los botones superiores de sus camisas y doblado sus mangas, pero mantenían el uniforme a rajatabla.
Extenuado, el teniente secó el sudor de su frente y se aproximó al centro de la sala arrastrando una silla. La ubicó, se sentó al revés, apoyando su mentón sobre el respaldar, y empujó la lámpara colgante en dirección al entrevistado. Este último estaba bañado en su propio llanto, sentado y esposado por las muñecas y los tobillos. Lo encandilaba la luz.
– Escúcheme, no tiene objeto alguno que siga negándolo –por momentos tenía que volver sobre sus palabras, porque su español era malo–. Estoy tan cansado de inferir en las mismas preguntas que empiezo a creerle. Voy a ser más amable y le voy a explicar nuestras razones para desconfiar de usted: Hemos colocado un rastreador por sistema de radares en el vehículo de escape de un ladrón muy peligroso para nuestra nación. No sé qué métodos ha utilizado, pero usted, ¡sí, usted pasó por sobre nuestro submarino en dirección contraria a la nuestra y nos obligó a dar la vuelta! Por los calcetines de Lucifer, ¿sabe lo que nos costó girar sobre nuestro propio eje? ¿Es este otro abominable plan suyo para demostrar las insuficiencias de nuestra inigualable flota militar?
El pobre jovencito negaba todo rompiendo en lágrimas y contrayendo los dedos (ya que sus manos estaban impedidas de movimiento), suplicando clemencia.
– No diga más, por favor. No sé de qué me habla.
– ¡Yo soy quien da las órdenes aquí! ¡Sí le digo más! ¡Nos ha hecho cruzar el Atlántico, obligado a comer todo lo que salga de esas condenadas latas de conservas, sin una mísera gota de alcohol y con nuestras entrepiernas tan sedientas de volver a ver unos pechos que hasta nos parecen encantadores los del cocinero Boris! ¡Dígame en este preciso instante qué golpe piensa asestar en el país de Argentina, cuyas relaciones diplomáticas con Rusia no van a tardar en romperse si descubrimos que lo protege! ¿Quiere desencadenar la tercera guerra mundial? ¿Eso es lo que quiere?
– No, no, no, no, no, por favor.
– Yo creo que eso es lo que quiere. ¡Yuri, acérqueme el teléfono! Línea directa con el mismísimo Vladímir Vladímirovich Putin, de inmediato.
El chico comenzó a gemir, mientras el oficial salía de entre lo oscuro para acatar la orden. Cuando hablaba la saliva le chorreaba.
– Yo sólo… Yo sólo salí a comprar una Coca-Cola… Me desvié por la costanera y encontré una gaviota muerta con una cosa en el pico… ¡Y lo próximo que vi fue a ustedes, –levantó la voz y dio varios golpes con sus pies– apuntándome con armas!
– Se le ordenó poner sus manos a la cabeza e hizo caso omiso. Eso demuestra que…
– ¡¿Cómo carajos voy a hacer caso si no entendía una conchuda palabra de lo que decían?!
– No comprendo algunos de sus vocabularios. Pero no importa. ¿Coca-Cola, dijo?
– ¡Sí, una coquita para pasar las milangas!
– Ni siquiera un despreciable ruso como Nikolai Vasíliev sería capaz de vender su alma a esa bazofia de producto que los norteamericanos llaman bebida.
– ¡Eso es… porque yo no soy su jodido Nikolai!
– Ya veo.
El teniente permaneció estático, yendo y volviendo con la mirada. Descansó el brazo con el que sostenía la lámpara. El joven parpadeó y le costó un momento recuperar los colores a su vista.
– Pero aquí está su Facebook. Mire.
Retiró de un mostrador una tableta electrónica. Tocó la pantalla cerca del cautivo y le enseñó su perfil en la red social que había mencionado.
– ¿Este es usted?
– Sí… ese soy yo, pero…
– «Niiko (Basile se la come)», ¿así se hace conocer aquí?
– Sí, pero escúcheme…
– ¡Silencio! ¿Es «se la come» un mensaje ostentando información robada de nuestro país?
– ¡No! ¡Basile es… era un director técnico de fútbol, y yo digo que se la come, pero jugando!
– ¿Fútbol?
– ¡Sí, fútbol!
– Pero ¿qué es lo que se come?
– Señor, ¡es una joda, nomás! Por favor, se lo suplico, déjeme volver a mi casa.
– Ya lo veremos. ¿Qué significa esta publicación?: «con los terroristaaa !», hecha el lunes dieciocho de nov…
– ¡Es una joda! ¡Es de una canción! ¡Aflójele, por favor!
– ¿Y esta, del cinco de noviembre, de un amigo suyo?: «Rosario es una provincia? jajajajjajajajajjaja no me pude aber tentado tanto».
– ¡Pero si eso también es una joda! Me equivoqué, le pregunté eso a una amiga y me dijo que no, ¡nada más!
– Pero ella dice que se tentó. ¿Allí llevarán a cabo su próxima fechoría? ¡¿Cuántos son ustedes?!
– ¡No, no, ninguno! Lo juro. Amo la Coca-Cola, ¡amo la Coca-Cola! ¡Báñenme en Coca-Cola! ¡Métanme Coca-Cola por el culo!
– Pero qué desagradable.
El teniente se irguió, apoyó sus brazos sobre un escritorio y meneó con la cabeza. Entre los gritos suplicantes y desesperados del inocente, dio la orden de soltarlo. El oficial que había contemplado todo desde una prudente distancia, obedeció en el acto, y el chico se inmovilizó, incrédulo. Fue conducido por el brazo, y guardó silencio. No entendía nada. El teniente alzó la radio y presionó el botón.
– Capitán, todo listo para emprender el regreso. Una vez más, con las manos vacías.
Al instante se procedió según la recomendación.
Un sonido llamó la atención del teniente: Bajo el marco metálico de la puerta, apareció una figura en pocas ropas, con una boa plumífera decorando su cuello, doblando delicadamente las piernas, con una botella de vodka en una mano y presionando uno de sus pezones con la otra. Ostentaba un sombrero blanco de cocinero.– Yo no diría eso, señor teniente a cargo…
– Oh, sí; demonios, Boris.
Y cerró la puerta tras sí.
Fin.